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Viaje a los Alpes: el cumplimiento de un sueño. (4ª parte)

23 - Septiembre - 2012 en cicloturismo

Crónica de la ascensión al Col du Glandon y a la Croix de Fer.


Lunes 6 de agosto. Despertamos por encima de las nubes. Aún no nos lo creíamos, pero estábamos en la cima de Alpe d'Huez. Desde nuestros balcones, se atisbaban los peores augurios, aunque todavía guardábamos la esperanza de tener un buen día. En la víspera anterior, ya nos lo advirtió la prima de Toni. Nos iba a caer una buena...

 

Tras propinarnos un desayuno de campeonato, nos despedimos de Miguel Ángel y de Rober, quienes eran más prudentes y se limitarían a subir Alpe d'Huez, que no es poco. También de mi padre, que pasaría el día haciendo excursionismo por la zona.

 

Toni, José Luis, Cacaíto, Pere y yo nos dispusimos a descender desde la famosa estación de esquí hacia Bourg d'Oisans. Esta vez, las veintiuna curvas iban a saborearse de una manera más dulce, sin apenas esfuerzo, de un modo mucho más liviano. Yo bajaba en las primeras posiciones, cosa que indica que íbamos relativamente lentos. Cada curva era una fiesta. Bocazas como sólo puede ser uno mismo, me dedicaba a cantar en cada curva el nombre de los vencedores de etapa a quienes iban dedicadas. Fausto Coppi, Steven Rooks, Fede Echave, Lucho Herrera, Gianni Bugno, Marco Pantani, Carlos Sastre, Lance Armstrong, Frank Schleck... ¡y nosotros allí!

 

En Bourg d'Oisans tomamos la carretera nacional en dirección a Grenoble, hasta llegar a la localidad de Allemond. Íbamos agrupados, de uno en uno, como no podía ser de otra manera en un lugar donde apenas existe arcén practicable. En esto, aunque parezca mentira, estamos mejor en España. De vez en cuando, eso sí, había algo de arcén, en cuyo caso estaba señalizado a modo de carril bici.

 

Por no meter la pata, pregunté a un paisano ya mayor y algo entradito en carnes, quien también circulaba en bicicleta como nosotros. Convenía asegurar que estábamos dirigiéndonos a la Croix de Fer en el sentido apropiado. Por suerte, la intuición no nos había fallado.

 

Ni nos falló la intuición, ni erraron los meteorólogos en sus predicciones. No hacía falta más que echar un vistazo al cielo para saber que nos iba a caer una buena.

 

El cielo se encapotó en un pispás. Amenazante como él solo, éramos muy conscientes de lo que teníamos por delante. La Croix de Fer, uno de los puertos de montaña más duros que habíamos afrontado en la vida hasta la fecha, y un chaparrón que disfrazaba el horizonte de infierno en forma de nubes.

 

En cuanto pasamos la travesía de Allemond y nos dirigimos hacia el Glandon, una marea de gotas de lluvia decidió invadir nuestras existencias. No era el día para hacer nada. Sin embargo, allí estábamos, y no sabíamos cuándo podríamos volver.

 

Pere y yo seguimos unos doscientos metros hacia delante, bajo la lluvia, hasta llegar a un cruce que indicaba que el Glandon nos quedaba a la izquierda. No sabíamos si alguien más se iba a animar, pero como mínimo debíamos detener nuestra marcha para abrigarnos y protegernos con nuestros chubasqueros. Bajo el diluvio universal, encontramos un pequeño refugio. A mí todo eso me recordaba enormemente a la Quebrantahuesos de 2010, con Moiso y con Diego. No quería ser yo quien tomara la decisión de seguir o no, dado que ya sabéis que soy un poco bruto para estas cosas y no deseaba poner en ningún aprieto al bueno de Pere. Sorpresa la mía... mi buen amigo me invitó a seguir, y eso hicimos.

 

 

Dejamos a un lado el lago de Verney. En cuanto remitió parcialmente el diluvio, nos decidimos a partir hacia el Glandon. Ya abrigados, suponíamos que si nuestros compañeros se animaban a continuar, nos acabarían neutralizando, por lo que era mejor aprovechar cualquier momento en el que el cielo fuera algo comprensivo para avanzar un poco, aunque no supiéramos hasta dónde íbamos a llegar, ni cómo nos las arreglaríamos para volver.

 

Por un momento, parecía que el tiempo podía ser algo benigno con nosotros. Habíamos dejado atrás las nubes negras, aunque éramos conscientes de la amenaza que nos esperaba en las cumbres. Último intento. Llamamos a Toni para comentarle que nosotros estábamos como un cencerro, e íbamos a seguir, bajo lo que por aquel entonces era el típico chirimiri después de una gran tormenta.

 

Nos adentramos en las primeras rampas duras del Glandon. Rampas muy constantes, no excesivas, y un paisaje bestialmente bello, del que apenas guardamos el recuerdo de nuestras memorias, dado que no era momento de tener a la intemperie la cámara de vídeo, ni de parar a hacer fotografías y enfriarnos.

 

No sabíamos ni cuánto nos quedaba ni cómo era, aunque teníamos una idea, así que íbamos de paseo. Allí surgió la segunda frase mítica del viaje. Al famoso "We are très fort!", le siguió el "Esto es épico, Lorena", expresión que nos iba a acompañar cada dos por tres. Sí, Lorena, eso era épico.

 

Entre tanto guardo y no guardo, y respiro y respiro mejor, por si más arriba no puedo hacerlo; nos adelantó una ciclista de la zona que nos chuleó cosa mala. Cuando nos pasó, la muchacha iba crecida. Lo típico que hacemos todos cuando deseamos impresionar a nuestras presas. Casi al vuelo, le pregunté cuántos kilómetros quedaban hasta la cima. Nos respondió, pero con tal dosis de extravagancia, que cuando se dio cuenta que nos había dicho dos kilómetros de menos, frenó el ritmo, corrigió su error, y nos volvió a dejar sentados. En cualquier caso, ya se sabe, nuestra preocupación no era más que avanzar poco a poco, para una vez que estábamos allí, sin premura alguna. Al final, después de todo, la frescura de la moza disminuyó sobremanera, y tuvimos el placer de verla más adelante, para nuestro regocijo, y el de nuestros estómagos.

 

Entre unas cosas y otras, no sé muy bien cómo, fuimos superando los primeros kilómetros, bajo la lluvia, a veces liviana, y en ocasiones intensa. No eran tan exigentes como los del Mont Ventoux, pero no andaban a la zaga. El cielo fue comprensivo con nosotros, siendo selectivo a la hora de lanzar las trombas de agua en contra nuestra.

 

Justo llegando a la pequeña población de Le Rivier d'Allemont, nos cayó otro chaparrón sin precedentes. Allí estábamos Pere y yo, en medio de un coloso alpino, prácticamente solos, en un lugar tremendamente solitario. Ilusos como nosotros solos, pensamos tomar un café en un bar para entrar en calor. A la entrada al pueblo había uno, el único, y justo cerraba los lunes. Aprovechamos para detenernos bajo el toldo de la terraza del bar de pueblo fantasma, y para comer parte del avituallamiento que todavía conservábamos. No era momento de ponerse exquisito. Si había que comerse una magdalena o un bocadillo (restos de nuestros refrigerios del hotel) pasados por agua, se comía uno lo que hiciera falta.

 

 

Otra vez, Pere me sorprendió por su decisión. Yo estaba con el corazón en un puño. Algo parecido al inicio del puerto, en el lago de Verney. No quería obligarle ni incitarle a la locura. Por suerte, estábamos locos los dos. ¡Bendita insensatez! En cuanto la lluvia dejó de arreciar, que no de caer... es decir, en cuanto pasamos del diluvio universal a un infierno ligeramente más benévolo, nos decidimos a continuar.

 

Nos abrimos paso entre los ríos que caían por los surcos de la carretera en Le Rivier d'Allemont. Ahora ya estaba claro. No nos habíamos subido de nuevo a la bicicleta para rendirnos. No habíamos llegado allí por casualidad. Estábamos ante uno de los días más grandes en nuestra historia como ciclistas. Lo sabíamos. Esa historia se escribe con gestas, y estábamos convencidos de estar ante una de las mayores que habíamos protagonizado jamás. Algo similar a lo que ocurrió en la Quebrantahuesos 2010, esto no habría sido posible hacerlo solo. Nos animamos mutuamente a continuar, y así, trabajando en equipo, se crece como ciclista y, dicho sea de paso, como persona. ¡Nada nos podía parar!

 

Así, entre charcos, canales y riachuelos, continuamos nuestra marcha en unos kilómetros relativamente favorables que nos animaban a seguir. Incluso, poco más tarde, tuvimos el placer de disfrutar de un pequeño descenso. ¡Increíble! Aquí era cuando ya uno era consciente de no haberse equivocado. Los paisajes en todas las montañas eran tremendamente bellos. Allá donde mirabas, había lagos, cascadas kilométricas que se acababan uniendo, animales salvajes disfrutando de una inusitada tranquilidad y, sobre todo, mucho verde, verde, y más verde.

 

Después de este engañoso descanso, capaz de enfriar las piernas de los más novatos, llegó una rampa durísima, sin duda, la peor de todo el puerto. Nos retorcimos encima de la bicicleta como buenamente pudimos. En una de las curvas de herradura, había un autobús de unos gallegos. Aunque no tuviéramos mucha capacidad para pensar, nos quedamos con la copla.

 

 

Tras superar este tramo, alcanzamos otra zona más llevadera. Estábamos al final de un puerto mítico: el Glandon. Nos dedicamos a disfrutar como enanos, degustando el paisaje, gozando de nuestro triunfo. Era el premio a la constancia, al tesón, y a la capacidad de soñar sin mirar atrás. Sí, éramos muy pequeños al lado de semejante enormidad, pero la pudimos conquistar.

 

Después de semejante degustación orgásmica, llegamos a un cruce. A la izquierda, el Glandon. A la derecha, la Croix de Fer. Obviamente, llegado el caso, decidimos coronar ambas cimas.

 

Teníamos el Glandon a tiro de piedra, a tan solo 300 metros. Subimos, helados y hambrientos. Allí, curiosamente, estaba el marido de la chica que nos había adelantado al inicio del puerto. Muy majo él, nos ofreció comida que tenía en el coche (él, también ciclista, se estaba preparando para dejar la bicicleta en el coche), y se ofreció a mojarse para hacernos las fotografías de rigor.

 

 

Sumamente agradecidos, dejamos a la pareja (llegó la muchacha mientras tanto) y nos fuimos a la Croix de Fer. Otra gozada. A ritmo, a ritmo, a ritmo... otra vez con Pere pletórico en el tramo final. ¡Ahí estábamos! La famosa cruz de hierro es un tanto ridícula en tamaño, pero es absolutamente emblemática. Estábamos ante la Historia del Ciclismo.

 

 

El Glandon ha sido coronado en primera posición por mitos de la talla de Fausto Coppi, Lucien Van Impe, Steven Rooks, Thierry Claveyrolat, Richard Virenque o Gilberto Simoni. En el caso de la Croix de Fer, también Fausto Coppi dejó su santo y seña, como lo hicieron Gino Bartali y Bernard Hinault, entre otros. En medio de semejante leyenda, se inscribían los nombres de dos cicloturistas, como tantos otros, que peregrinaron aquel día imborrable a este santuario del deporte.

 

 

Aparcamos nuestras bicicletas e intentamos subir nuestra temperatura corporal en el interior del bar de la cima, repleto de ciclistas, calentándonos con un café-au-lait y endulzándonos con un gofre, mientras conversábamos con un matrimonio holandés. Por suerte, se nos apareció la Virgen disfrazada de cicloturista gallego. Nos quedaba lo peor. En el descenso, la climatología se mostraría mucho más adversa. Además, todavía teníamos que afrontar la ascensión a Alpe d'Huez. Estábamos encantados con lo que habíamos logrado, y aún quedaban cosas maravillosas por llegar.

 


Última actualización 24/09/2012 21:06:09


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